No tenía otra opción, el salón estaba en medio de todo. Había que cruzarlo.
Atravesaba el salón oscuro, casi nunca estaba la luz encendida, el interruptor de la misma como si hubiera pasado a mejor vida. Y ahí, en el centro de todo estaba sentado él frente a su portátil. Así cada día. Nada le inmutaba.
La habitación que tenía era exterior, de por si ya estaba bañada de luz natural nacida del cielo radiante y sin fisuras. Pero es que incluso hasta en los días más lluviosos se podían percibir los rayos de sol.
Brillaba el interior, que era su alma arrinconada en unos pocos metros cuadrados. Su habitación. Pulsó el interruptor. Entonces el sol también le dio la bienvenida.